lunes, 6 de febrero de 2017

La doctora de Brest.

Volvimos al Texas después de mucho tiempo, ya se sabe, las Navidades, el tiempo, el frío, el huir algún día de la gran ciudad...

Las opciones, a la hora habitual, eran dos y las dos francesas: L'avenir y La doctora de Brest. Y la elección fue por la última.

Tengo la impresión que la entrada va a ser corta, todo lo contrario que la película, larga, casi dos horas, donde lo que predominan son dos cosas:
  1. La indefinición de la película: sobre el género, sobre el guión, sobre los actores. Sobre lo único que no hay indefinición es sobre el bando por el que toma partido. 
  2. El papel de la protagonista, la doctora Iréne Frachon, que absorbe todo el metraje, salvo cuatro excepciones. En este caso, los secundarios lo son por mor del guionista.
La película trata sobre la lucha obstinada de la doctora Frachon para que se retire un medicamento para la diabetis, pero que se usa y publicita como un producto contra la obesidad, al comprobar que provoca graves cardiopatías como efecto secundario. Es la típica lucha de David contra Goliath, en la que, ¡oh, sorpresa! gana David.

Lo que esconde la historia está bien, tiene sentido y no es un tema de broma, que no es otra cosa que el control y la evaluación de los medicamentos por organismos estatales para evitar que estos se conviertan en un riesgo para los enfermos en lugar de ser la vía para la cura de sus enfermedades. Nos esboza el poder de las grandes farmacéuticas y su influencia en todos los órdenes públicos: universidades, funcionarios, políticos; nos muestra las rigideces de los organismos públicos a la hora de cambiar una decisión previa, ya sea por presiones externas como por quedar en evidencia y no realizar su trabajo como debieran. Pero ya.

El problema de la película es de indefinición: no se sabe si es una tragedia, un drama o una comedia. El guión va dando bandazos, de un lado a otro, con un ritmo alterado constantemente, con aceleraciones que parece que hagan acabar la película o con unas pausas que parecen que no se acabe nunca. Aparecen personajes como por arte de magia, sin justificar su presencia, cuando acaban siendo fundamentales en la denuncia, menos en la trama.

El protagonismo de Sidse Babett Knudsen es tan aclaparador que parece que sea un quasi monólogo. Brilla en su papel más cómico, donde lo borda. En el aspecto dramático, flojea, salvo en el alegato final de la causa, donde desborda seguridad, conocimiento y carácter. Pero esto no basta para salvar la película.

Sé que el tema no es banal, pero creo que si se hubiese mantenido el tono humorístico, la película hubiese ganado mucho, sobre todo, por que los representantes de la farmacéutica están caracterizados de forma ridícula, de una manera demasiado gruesa y evidente.

Obvia decir que está basada en un caso real, que todavía está en los tribunales y en el que las víctimas siempre son la última mierda. Lo único positivo, el medicamento fue retirado.

Tuve que padecer esto por no padecer la alineación de Luis Enrique contra el Athletic del sábado.

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